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Escrito por el Pastor E. Valverde, Sr.
EL LAMENTO DE DIOS
“Oíd cielos, y escucha tú, tierra, porque habla el Señor: Crié hijos y engrandecílos, y ellos se rebelaron contra Mí” (Isaías 1:2).
Este mensaje no está dirigido a “las almas” de los pecadores, como es común en nuestros medios el llamar a los inconversos. El mensaje está dirigido, desde que fue dado al profeta Isaías hasta el presente día, a los hijos de Dios: al pueblo de Israel desde entonces, y hasta ahora también al pueblo Cristiano, a la Iglesia. Pues lamentablemente este dolor que ha hecho sufrir a nuestro Dios ha prevalecido durante todas las edades, causado no por el mundo impío que no conoce ni sirve al Señor, sino por Su pueblo; por Sus hijos. Por tanto, lo escrito va dirigido precisamente a todos y cada uno de aquellos que reclamamos hoy el ser parte del pueblo del Señor; el ser hijos de Dios.
Insisto que es común en nuestros medios el aplicar esta y otras Escrituras similares para evangelizar “las almas”, para reprender los pecados y la vida de inmoralidad en aquellos que aún no han sido convertidos al Señor. Pero si nos fijamos con detenimiento vamos a tener que reconocer que tanto ésta como muchos otros de los mensajes Bíblicos semejantes, están dirigidos de parte de Dios no al mundo impío sino a Sus hijos. Y la operación satánica sutil en este caso consiste precisamente en desviar las mentes, ahora tanto de los creyentes como de los enseñadores, para que no miren ni reconozcan ni acepten la verdad que estoy explicando. Mas el hecho de que muchos de los profesantes hijos de Dios no lo crean así, eso no cambia en lo absoluto la realidad de que este mensaje no es para las almas de los pecadores sino para las almas de los hijos de Dios.
Creo por lo tanto, con plena certeza, que todos aquellos quienes profesando ser Cristianos somos en verdad fieles hijos de Dios, vamos a porder oir una vez más el doloroso lamento de Dios, el lamento de nuestro Padre quien sufre al ver que ha creado hijos y despueés de haberlos engrandecido, éstos se han rebelado en contra de Él. ¿Cómo? ¿Solamente volviéndose otra vez a la inmundicia de los pecados propios de la “inmundicia de carne” (2 Corintios 7:1)? La respuesta a esto no tiene nada de misterioso, pues cualquiera puede entender fácilmente que los desvíos sexuales, los vicios, drogas, etc…, están mal. En cambio, los pecados de la inmundicia “de espíritu” no está muy fácil descubrirlos, y mucho menos el comprobarlos en las vidas de los que los cometen. Y esto mayormente cuando se trata de Cristianos y de ministros que han aprendido a usar la misma Palabra de Dios para vivir, “teniendo apariencia de piedad” (2 Timoteo 3:5).
Esta actitud de apariencia, de fingimiento y de hipocrecía, es precisamente la cusa mayor del lamento doloroso de Dios. Esta es provocada y alimentada por los demonios más asquerosos y aborrecibles delante de Dios como lo son la soberbia, orgullo, arrogancia, altivez, jactancia. Por eso está escrito que “viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios, y todos los que hacen maldad, serán estopa” (Malaquías 4:1). Aquí también el Espíritu Santo, como antes ya lo explico, se dirige al pueblo de Dios. Pues no es posible hacer maldad sin tener soberbia (y eso es comúnmente la vida del mundo impío). En cambio, sí es posible tener soberbia, y no hacer maldad (de la que se mira). Y esta apariencia opera exclusivamente entre el pueblo de Dios, pues es el único pueblo que conoce por la Palabra de Dios la piedad verdadera, y que por lo tanto puede muy bien fingir que la vive; “mas habiendo negado la eficacia de ella”.
Insisto en el triste pero innegable hecho de que esta aborrecible operación ha sido y es hasta este día algo común entre el pueblo de Dios. El testimonio de ello lo tenemos a lo largo de toda la Santa Biblia, ahora tanto en Israel como también en la Iglesia. La historia en todas las edades y hasta los tiempos modernos, por medio de “los frutos” da involuntariamente razón de esta farza diabólica entre los pueblos que se llaman Cristianos. La falsedad, hipocrecía, intrigas, fingimientos, avaricia, engreimiento, lascivia, adulterios y más, son cosa común tanto en las membrecías como en el ministerio. Y esto no solamente en el Cristianismo nominal entre el cual los feligreses que al no conocer la Biblia, no saben ni lo que creen, sino también entre el pueblo Cristiano que reclama conocer la Palabra de Dios y aun el haber “nacido otra vez”.
Lo dicho es con plena certeza, puesto que nadie me lo ha contado ni lo he recibido como información de segunda mano. Después de haber viajado y vivido intensamente en el servicio del ministerio por largos años, me consta, con dolor por cierto, qué tan real y común es la triste realidad descrita. Y naturalmente que no me estoy reduciendo a cierto o cual grupo religioso en lo particular, lo cual en todo caso sería una ridiculez. Soy testigo que esta operación satánica es en una escala mundial. Pues me consta para este tiempo de mi vida que esto no se reduce a una organización, o a cierta raza, país o continente: es universal. “El dios de este siglo” (2 Corintios 4:4). Satanás, que es el anticristo, trabaja sutilmente en las mentes de los integrantes del pueblo de Dios, y ha atrapado siempre a los descuidados. Ahora en el tiempo del fin, esta ola de turbación y engaño ha cobrado proporciones gigantezcas por cuanto “el diablo ha descendido a vosotros, teniendo grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo” (Apocalipsis 12:12).
Y así el lamento de Dios se sigue oyendo: “Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra Mí”. ¿A quiénes habrá de dolerles hoy el oir así al Padre lamentarse? A Sus hijos fieles y obedientes. Aquellos de quienes Él mismo dice: “Mas a aquel miraré que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a Mi palabra” (Isaías 66:2 y 5). Pues los que “con temor y temblor” (Filipenses 2:12) servimos al Señor, estaremos dispuestos a obedecer incondicionalmente la Palabra de Dios pagando el precio de humillación y de sacrificio que en ella se nos ordenare. Estaremos dispuestos a vivir aquí diciendo con el Apóstol, “ni estimo mi vida preciosa para mí mismo” (Hechos 20:24), buscando siempre en cambio, en todas las formas y medios que nos fuere posible, cómo honrar y hacer sentir feliz al Señor Jesucristo, quien es nuestro Padre y nuestro Dios. Después de lo dicho alguien podrá preguntar cuál es la forma específica de cómo agradar a nuestro Padre y hacerlo sentirse feliz. Por tanto creo que es conveniente señalar algunas de las cosas que la Palabra de Dios nos manda que hagamos, y de las que nos ordena que no hagamos. Sé de antemano que lo que señalo enseguida tiene valor y habrán de tomarlo en cuenta solamente “vosotros los que tembláis a Su palabra”. Ciertamente son una mayoría hoy las consciencias entre el pueblo de Dios que están “cauterizadas” (1 Timoteo 4:2), y muy pocos son los que saben quebrantarse ante el Señor al oir o al leer la reprensión de Su palabra. Inclusive, es la cosa más común en nuestros medios el hablar sobre las virtudes y frutos del Espíritu, y estar viviendo exáctamente lo contrario. Mas ya está anticipado que “los impíos obrarán impíamente, y ninguno de los impíos entenderá, mas entenderán los entendidos” (Daniel 12:10). Y es entonces a estos “entendidos” a quienes nuestro Señor Jesucristo dice:
No odies ni aborrezcas a nadie. Si esto no debes de hacerlo ni aun a tus mismos verdugos, mucho menos a aquellos que profesen ser también creyentes; aun a los que pensaren diferente que tú, o que no pertenecieren a tu propio grupo. En relación a aquellos que en tu concepto estuvieren mal, no los maldigas. Sigue el ejemplo del Señor Jesús quien bendijo aun a los que lo clavaron en la cruz, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Como un hijo verdadero de Dios tú no vas a despreciar ni aborrecer, ni a maldecir a nadie. Pues sabes que se nos está ordenado: “Bendecid a los que os persigen; bendecid, y no maldigáis” (Romanos 12:14). Por lo tanto, ama y bendice no solamente a los que a ti te amaren o a los de tu propio círculo, mas a todos tus hermanos. No hagas injusticia a nadie, mucho menos a tus hermanos. Pues “cualquiera que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3:10).
Procura ser amable y atento hasta donde te fuere posible. No menosprecies al que te procura en paz, ni mucho menos te goces en hacerle sentir mal con tu desprecio. Cuando de hacer bienes o de servir se tratare, hazlo sin ventajas ni conveniencias egoístas. Y esto, no solamente a aquellos que amas sino aun a tus enemigos gratuitos. Recuerda que se nos ordena “que, entre tanto que tenemos tiempo, hagamos bien a todos, y mayormente a los domésticos de la fe” (Gálatas 6:10). Nunca dejes de ser sencillo y humilde, no importa qué tanta honra y bendiciones espirituales tengas, y qué tantas cosas materiales obtuvieres.
Recuerda siempre que todo lo que tuvieres es por la mano de Dios, y que así como Él te lo hubiere dado también te lo puede quitar. Como un hijo verdadero de Dios, nunca te jactes ni te vanagloríes; recuerda que eso es precisamente lo que hace que nuestro Padre se lamente. Mas bien procura vivir siempre delante de Él.
Nunca dejes que la arrogancia y la petulancia se aniden en tus sentimientos. Esa actitud, que es abominable ante el Señor, déjala para los desobedientes y para los mundanos que no conocen a Dios. No finjas diciendo lo que no sientes, ni presentes un frente sabiendo que no estás diciendo verdad. Eso es hipocrecía, y está escrito que a Dios, “Los hipócritas de corazón lo irritarán más” (Job 36:13). Se siempre sincero y verdadero, aunque al hacerlo te costare sacrificio y aun vergüenza a tu carne. No engañes a nadie, mucho menos a tus hermanos, pues se nos ordena que “dejando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo” (Efesios 4:25), y “no mintáis los unos a los otros” (Colocenses 3:9). El fundamento en que se basa la verdadera comunión fraternal, consiste invariablemente en una relación donde prevalecen la verdad y la sinceridad. Esa verdadera comunión hace posible aun el que podamos sobrellevar las flaquezas, los defectos, los errores y las fallas los unos a los otros.
Nunca levantes falsos ni intrigas a nadie, y mucho menos a tus hermanos. La intriga y el levantar falsos es una de las acciones más abominables delante del Señor quien reprueba esta baja acción entre Su pueblo, y hace una solemne advertencia diciendo: “Pero al (Cristiano) malo dijo Dios: ¿Qué tienes tú que enarrar mis leyes (testificar), y que tomar mi pacto en tu boca (predicar), pues que tú aborreces el castigo, y echas a tu espalda Mis palabras? Si veías al ladrón (de honra), tú corrías con él; y con los adúlteros (los que adulteran la Palabra de Dios) era tu parte. Tu boca metías en mal, y tu lengua componía engaño. Tomabas asiento, y hablabas contra tu hermano; contra el hijo de tu madre ponías infamia. Estas cosas hiciste, y Yo he callado. Pensabas que de cierto sería Yo como tú. Yo te argüiré y pondrélas delante de tus ojos” (Salmo 50:16-21).
Nunca traiciones a nadie, mucho menos a tu hermano que te ha hecho bienes, que te ha abierto su corazón y que te ha brindado toda su confianza. Si según las leyes de los hombres la traición es considerada como una de las acciones más degradantes y merecedoras de castigo, con más razón ésta es considerada así entre el pueblo que reclama ser de Dios y que conoce Su palabra. La acción de Judas Iscariote es el ejemplo máximo de este aborrecible pecado. Pero aún así, la traición ha sido siempre uno de los pecados más comunes entre el pueblo de Dios. Mas lo común y popular no le resta en lo mínimo lo repugnante al pecado arrastrado de la traición. Un fiel hijo de Dios nunca traiciona. En él pueden confiar y depender en todo tiempo no solamente Dios, sino también sus hermanos y compañeros. Y aún hasta sus enemigos gratuitos, como también los mismos impíos, se sienten obligados a reconocer que hay algo que es de Dios en aquel vaso.
Repito que la mayor parte de los pecados que he señalado, son aquellos que están catalogados por la Palabra de Dios como “inmundicia de espíritu”. Pecados que, como lo explico al principio, es fácil para el creyente y aún más para el ministro cubrirlos con la aludida “apariencia de piedad”, usando para ello la misma Palabra de Dios. Esos son los que hablan del amor, y están llenos de aborrecimientos y de odios. Reprueban la inmoralidad, y a la vez muchos de ellos secretamente viven ardiéndose en deseos sexuales desviados, en lascivias, y aun en adulterios ocultos. Predican la humildad en tal forma que convencen a los que los oyen, pero sus corazones están llenos de soberbia, de arrogancia, y de aires de grandeza; mayormente cuando están ocupando algún lugar de honor o alguna posición de prominencia.
Muchos de estos creyentes y ministros aprueban las virtudes de la honradez, pero la codicia y la avaricia oculta en sus sentimientos los impulsa para hacer cosas que no son derechas ni justas. Estos por lo regular saben cómo manipular sutilmente los sentimientos de hermanos sencillos e incautos, y así los estafan y explotan usando formas y aun medios que aparecen como muy honoríficos. Muchas otras cosas más pudiera seguir señalando, pero creo que lo dicho puede ser suficiente para “los entendidos”. Los que entienden que el bautismo, las lenguas angélicas, los dones, las facultades ministeriales, y todo lo demás, de nada nos sirven si no nos limpiamos de “la inmundicia de carne y de espíritu” y andamos humillados en verdad delante del Señor. La orden del Espíritu sigue: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien en humildad, estimándoos inferiores los unos a los otros. No mirando cada uno a lo suyo propio, sino cada cual también a lo de los otros” (Filipenses 2:3-4). ¡Hagamos feliz así a nuestro Padre!
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